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"Las Grietas del Alma" [Capítulo 68] La Última Sanadora - Infinity Kingdom

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Article Publish : 10/12/2025 02:21
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🌸 Muy buenas tardes, ¡bienvenidos a un nuevo capítulo de mi historia, "La Última Sanadora"!

Soy Persephone, y hoy tengo el placer de presentarles el capítulo sesenta y ocho que se enfoca en Teodora, sus aventuras y su evolución para convertirse en la más destacada curandera de los últimos tiempos. 

¡Acompáñenme en este emocionante capítulo!


🌸 Resumen del anterior capítulo: El Guardián de las Grietas

El grupo dejó atrás el valle del espejo, pero el eco de lo vivido seguía latiendo en sus pensamientos. Cansados y heridos, descendieron hacia un cañón en cuyo fondo corría un río de luz y sombra, un torrente vivo que parecía mezclar los límites entre realidad y reflejo. Allí, de entre el resplandor líquido, emergió una figura imponente: el Guardián de las Grietas, nacido de los fragmentos del Espejo del Juicio que ellos habían destruido. Este ser les reveló una verdad inquietante: al romper el espejo, cada uno había quedado marcado con una grieta interna, una fisura que podía liberar oscuridad si no aprendían a cerrarla.

Ante esa advertencia, el Guardián invocó los pedazos rotos de sus propias almas, fragmentos deformes de sus recuerdos y emociones reprimidas. Las criaturas los rodearon, exhalando un aire pesado de desesperanza. No se trataba de una batalla común: era una prueba espiritual, un enfrentamiento contra lo que negaban de sí mismos. Manco comprendió que quizás no se trataba de vencer, sino de resistir y aceptar. La prueba comenzó cuando el río rugió, y las sombras fragmentadas se abalanzaron sobre ellos.


🌸 Capítulo 68: “Las Grietas del Alma”

El rugido del río se transformó en un grito de viento. Todo se disolvió: la roca, la corriente, incluso el suelo. Teodora sintió que el mundo giraba a su alrededor hasta que sus pies tocaron tierra firme otra vez. Pero no era el mismo cañón. Estaba sola, bajo un cielo de tonos violáceos que se retorcían como humo. A su alrededor, un campo de lirios marchitos cubría el suelo; sus pétalos se deshacían al tocarlos, convertidos en polvo oscuro.

El aire vibró, y una figura emergió frente a ella. Tenía su mismo rostro, pero los ojos carecían de luz y sus manos estaban cubiertas de sangre. El reflejo sonrió con tristeza. —Intentaste sanar al mundo —dijo su voz, idéntica pero hueca—, pero olvidaste sanar tu propio corazón.

Teodora apretó su báculo. La imagen avanzó, y los lirios marchitos comenzaron a arder con una llama pálida. —¿Qué haces cuando la curación no basta? —preguntó su doble. — ¿A quién salvas, si ni siquiera puedes salvarte de ti misma?

Las palabras perforaron su pecho. Ella retrocedió, su respiración entrecortada. Recordó cada vida que no había podido rescatar, cada herida que no se cerró, cada alma que se apagó en sus brazos.

“Es mi culpa…”, pensó.

Pero entonces, una voz familiar —suave, cálida, casi un pensamiento— acarició su mente.

“No estás sola.”

Lucasta.

El vínculo brilló dentro de ella, un hilo de luz que se extendía más allá de la oscuridad del lugar. No podía verlo, pero lo sentía: su corazón latía al compás del suyo. Teodora inspiró profundamente y dejó que esa presencia la guiara.

No necesito huir de mis errores —dijo en voz alta—. Son parte de quien soy.

Su reflejo se detuvo, confuso. Teodora alzó el báculo, que comenzó a irradiar una luz blanca. —Mis grietas no me rompen… me enseñan a sentir.

El campo de lirios ardió en un resplandor dorado. La sombra se deshizo, y el eco de su voz se perdió entre los pétalos que ahora revivían, floreciendo a su alrededor.

Atenea despertó en un salón de mármol fracturado, cubierto de estatuas rotas con su propio rostro. Las figuras la señalaban, sus bocas abiertas en un grito silencioso. Cada estatua representaba una faceta de ella: la estratega sin compasión, la diosa orgullosa, la guerrera incapaz de amar.

¿Cuál de ustedes soy yo? —murmuró, empuñando su lanza.

De entre las sombras avanzó una figura armada como ella, pero sus ojos eran fríos y su voz, cargada de juicio. —Eres la que teme ser humana. La que cree que sentir la debilita.

La réplica atacó. Atenea bloqueó el golpe, pero la fuerza la hizo tambalear. Cada impacto hacía que su entorno se resquebrajara, hasta que una grieta luminosa atravesó el suelo.

Cayó de rodillas, jadeando.

Por un momento, creyó escuchar a Teodora, muy lejos, como si el viento le trajera su voz: “Aceptar no es rendirse.”

Atenea cerró los ojos. Su escudo, que había caído junto a ella, reflejó su propio rostro cansado. Lo tocó con la punta de los dedos.  —He llevado este escudo para proteger a los demás… pero también lo usé para no dejar que nadie me tocara.

El escudo se quebró en dos, y de su interior brotó una luz cálida que la envolvió. Las estatuas se desmoronaron, y Atenea se levantó, respirando con serenidad.

Manco, en cambio, se encontró en una llanura cubierta de lanzas clavadas en la tierra. Cada una representaba una batalla perdida. A lo lejos, vio un cuerpo tendido, cubierto por un manto de guerra. Cuando se acercó, reconoció a su hermano. —No pude protegerte —susurró, cayendo de rodillas.

El espíritu abrió los ojos, llenos de una calma que Manco no recordaba. —Porque nunca debiste hacerlo solo.

Una brisa recorrió la llanura, y todas las lanzas comenzaron a arder con una llama azul. Manco apretó los dientes, pero esta vez no lloró. Se inclinó ante su hermano, dejando que la culpa se disolviera con el fuego. — Entonces, camina conmigo… aunque sea en memoria.

La llanura se transformó en un amanecer dorado.

Khubilai despertó entre ecos de rugidos y truenos. Su entorno era una tormenta de su propio pasado: conquistador, guerrero, el rostro endurecido por la ambición. Frente a él, su yo antiguo sonreía, blandiendo una espada manchada de sangre.

Eras fuerte antes de dejarte ablandar —lo desafió su sombra—. La piedad no forja imperios.

El rugido de Lucasta resonó a la distancia, distorsionado por la niebla. El dragón buscaba, desesperado, su rastro. En medio de la tormenta, Teodora sintió ese llamado en su mente. Su conexión con Lucasta vibraba con angustia y fuego.

“Khubilai está perdido… no puede encontrarse.”

Ella extendió una mano, y una luz se proyectó a través del río ilusorio. Lucasta la siguió, guiado por ese lazo invisible, hasta alcanzar a Khubilai. Lo envolvió con sus alas, y el guerrero cayó de rodillas, tocando la escama del dragón.

No eres mi sombra —susurró Khubilai al reflejo—. Eres mi pasado… y te dejo ir.

La tormenta se disipó, y Lucasta lo sostuvo un instante antes de levantar vuelo, regresando al centro del río, donde el resto ya aguardaba.

El Guardián emergió una vez más, su cuerpo cuarteado y luminoso. — Habéis cerrado vuestras grietas —dijo con voz profunda—, pero las aguas que liberasteis ya no pueden ser contenidas.

El río ascendió hacia el cielo, convirtiéndose en una columna de luz que tembló entre los picos del cañón. Teodora alzó la vista, sintiendo en el aire una presencia nueva, distinta… viva.

¿Qué hemos despertado? —preguntó.

El Guardián la observó en silencio. — Una verdad que dormía bajo el mundo. Si no la enfrentáis, todo lo que habéis sanado se quebrará de nuevo. Seguid el eco del norte… allí hallaréis su origen.

La figura se deshizo en fragmentos que flotaron como luciérnagas. Manco dio un paso adelante, firme. —Entonces, hacia el norte iremos.

Lucasta descendió, sus ojos dorados reflejando la luz del río que se apagaba. Teodora apoyó una mano en su cuello, sintiendo el calor de su compañero. A través del lazo, una emoción clara se formó en su mente: esperanza.

El grupo avanzó entre la neblina que se disipaba lentamente. Aún temblaban por dentro, pero sus pasos eran más firmes. El río había revelado sus grietas… y también su fortaleza.

Y en el horizonte, una nueva sombra comenzaba a despertar.







¡Hasta aquí llegamos con éste capítulo de esta Historia de Aventuras!

Espero que les haya entretenido y esperen con ansias el próximo capítulo la semana que viene.


Muchas gracias por su tiempo y apoyo,

Los estaré viendo cada semana con un capítulo nuevo.

🌸Persephone



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