
💦 Bienvenidos a un nuevo capítulo de mi historia, "Crónicas del Dios del Océano".
Soy Persephone, y hoy les presento el capítulo veinticuatro de esta nueva aventura, donde exploraremos el pasado de Poseidón, y descubriremos todas las vivencias que lo forjaron como el majestuoso Dios del Océano que conocemos.
¡Los invito a acompañarme en este emocionante viaje!
💦 Resumen del anterior capítulo: “El Juicio de las Aguas Abisales”
Tras el sacrificio que permitió nacer a la nueva ciudad, Zeus y Atenea permanecen como testigos de un mundo transformado, aunque ambos cargan con lo que han perdido. En las profundidades del océano, sin embargo, algo despierta: el antiguo pacto sellado en la Fosa comienza a reclamar su precio.
Poseidón escucha el llamado del mar y desciende a una ciudad submarina olvidada, donde descubre que las ruinas no son simples vestigios, sino un guardián ancestral. Allí se le revela que los sacrificios de los dioses nunca desaparecen, solo esperan ser cobrados.
De las grietas surge una criatura colosal, encarnación del juicio del mar, que lo enfrenta no con fuerza bruta, sino con la exigencia de equilibrio. Durante la prueba, Poseidón comprende que el mar no le pertenece, sino que él pertenece al mar, y que su papel no es ser dueño, sino guardián de sus sacrificios y memorias.
Al aceptar esta verdad, la criatura se disuelve y la ciudad revive con corales y luz. El dios del océano obtiene la confirmación de su soberanía, pero también la advertencia de que todo sacrificio volverá a reclamar su precio. Con su tridente renovado y la ciudad renacida, Poseidón asciende a la superficie con un compromiso más profundo… aunque inquieto por lo que aún aguarda en las sombras del abismo.
💦 Capítulo 24: “El Eco de lo Perdido”
La ciudad renacida latía como un corazón joven, iluminada por corales de fuego y estatuas que habían recuperado su brillo bajo la bendición de Poseidón. Los mortales recorrían las calles con pasos temblorosos, algunos llorando de alivio, otros aferrándose a los fragmentos de recuerdos que habían sobrevivido. Era una victoria, sí, pero una victoria marcada por ausencias, por renuncias que pesaban como piedras invisibles en el aire.
En lo alto de una colina de mármol quebrado, Zeus contemplaba el horizonte. El cielo, antes sometido a su rayo, ahora lo observaba en un silencio que le resultaba insoportable. El cetro ya no reposaba en sus manos, y el fulgor de la soberanía que lo había hecho invencible se había disipado. Por primera vez en milenios, el rey del Olimpo no era un monarca, sino un dios desnudo frente al mundo.
—El trueno ya no me responde —murmuró, extendiendo una mano hacia el firmamento. Una nube gris se deshizo sin estrépito sobre su palma, como si se burlara de su impotencia.
A pocos pasos, Atenea caminaba entre los sobrevivientes, intentando brindarles palabras de consuelo. Sin embargo, cada frase parecía desvanecerse en su garganta antes de encontrar forma. La claridad que siempre había sido su don, esa visión que transformaba el caos en estrategia, había desaparecido. Su mente, otrora un faro, ahora era un laberinto lleno de pasadizos oscuros.
Se detuvo frente a un grupo de niños que recogían piedras para reconstruir sus hogares. Uno de ellos, con los ojos aún húmedos por el llanto, le preguntó: —¿Diosa, sabremos qué hacer mañana?
Atenea sintió cómo su pecho se oprimía. Ella, la que había guiado ejércitos y erigido ciudades, no podía responder con certeza. Apenas alcanzó a posar su mano sobre el hombro del niño. —Mañana… lo descubriremos juntos.

La respuesta fue suficiente para el pequeño, pero no para ella. El vacío en su interior crecía, un recordatorio cruel de que incluso la sabiduría podía perderse entre las grietas de la duda.
Zeus descendió de la colina, sus pasos resonando con el peso de quien había cargado la eternidad sobre los hombros. Encontró a su hija en silencio, la mirada fija en los restos de un templo caído. Durante un largo instante, ninguno habló. Ambos sabían que las palabras, por muy poderosas, no podían ocultar lo evidente: eran dioses heridos.
—Nos miran, Atenea —dijo Zeus al fin, señalando a los mortales que trabajaban con ahínco—. Esperan que levantemos su mundo. Pero yo ya no tengo trono, y tú… —su voz se quebró apenas— tú has perdido tu luz.
Atenea lo observó. En el rostro de su padre ya no estaba el fulgor del rey del Olimpo, sino la vulnerabilidad de un hombre. Por un instante, comprendió lo que los mortales veían cuando hablaban de esperanza: no líderes inquebrantables, sino figuras que, aun rotas, se mantenían en pie.
—Quizá eso es lo que debemos ser ahora —respondió con calma—. No dioses que imponen, sino dioses que caminan con ellos.
Zeus guardó silencio. Las palabras de su hija eran un bálsamo, pero también una herida, porque aceptarlas significaba reconocer que la era de su soberanía había cambiado.
La noche cayó sobre la ciudad renacida, y con ella un murmullo recorrió los callejones. No era el viento, ni el crujir de la piedra, sino algo más profundo: un eco que venía de lo perdido. Las sombras se alargaban sobre los muros reconstruidos, deslizándose como si buscaran ocupar el espacio de aquello que había sido entregado en sacrificio.
Los mortales se inquietaron. Encendieron hogueras, cantaron plegarias improvisadas, intentando espantar lo que no podían nombrar. Zeus y Atenea permanecieron en el centro de la plaza, rodeados por las llamas temblorosas, observando cómo la oscuridad parecía acercarse con cada respiración.
—No es enemigo ni aliado —susurró Atenea, recordando las palabras que Poseidón había compartido antes de partir—. Es el precio del sacrificio. Lo perdido nunca desaparece.
Zeus apretó los puños. —Entonces vendrá por nosotros.
El eco creció hasta convertirse en un coro apagado, como si las memorias sacrificadas de dioses y mortales regresaran para reclamar lo suyo. Y entre aquel murmullo, Atenea sintió algo extraño: un dolor en el pecho, un vacío que respondía al llamado. No eran solo las sombras del mundo las que se movían, sino las suyas propias.
Los ojos de Zeus encontraron los de su hija, y por primera vez en incontables eras, ambos reconocieron lo mismo: miedo. No a la guerra, ni al enemigo, sino a la fragilidad que los hacía más semejantes a los humanos que nunca.
Sin embargo, en esa fragilidad compartida había también una chispa. Los mortales los miraban, temblando pero firmes, esperando una señal. Zeus, sin cetro, y Atenea, sin claridad, comprendieron que aún podían dar algo más valioso que la perfección: podían dar ejemplo.
Zeus alzó la voz, no con la autoridad del rey del Olimpo, sino con la fuerza de un padre que quiere proteger. —¡El sacrificio no nos despojó de todo! Nos dejó unidos. Mientras respiremos, ni dioses ni mortales estaremos solos.
El murmullo se agitó, como si lo perdido se resistiera, pero el fuego de las hogueras creció con aquel clamor. Atenea, a su lado, dejó que sus dudas respiraran con ella, y en lugar de ocultarlas, las compartió. — Quizá no tengo las respuestas. Pero puedo caminar con ustedes en la oscuridad, hasta que encontremos la salida.
Los mortales repitieron sus palabras como un canto. Las sombras se retiraron lentamente, como si hubieran probado su temple y encontrado algo que aún no podían arrancarles: la decisión de permanecer juntos.
La ciudad renacida volvió a latir bajo la noche. Pero tanto Zeus como Atenea sabían la verdad: aquello que se había perdido no había desaparecido, solo aguardaba su momento. Y cuando reclamara su lugar, ni tronos ni certezas bastarían para detenerlo.
Por ahora, sin embargo, en la fragilidad de dos dioses heridos, el Olimpo hallaba un respiro.
💦 En el próximo capítulo de "Crónicas del Dios del Océano"...
Las sombras que se retiraron con las hogueras no se desvanecieron, solo se ocultaron en los rincones de la noche. Zeus y Atenea, debilitados y conscientes de su fragilidad, deberán aprender a caminar sin los dones que los definían, mientras los mortales buscan en ellos no dioses perfectos, sino compañeros de lucha.
Pero en lo profundo de la tierra, donde los sacrificios encuentran voz, lo perdido comienza a tejer su retorno. Los dioses descubrirán que aquello que entregaron no está dormido, sino transformándose en una fuerza que puede reclamar su lugar de manera inesperada.
¿Podrán Zeus y Atenea forjar nueva fortaleza desde la herida, o se convertirán en la primera grieta que arrastre al Olimpo hacia su ruina?
¡No se lo pierdan la próxima semana!
Muchas gracias por su tiempo y apoyo,
Los estaré viendo cada semana con un capítulo nuevo.
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