
🌸 Muy buenas tardes, ¡bienvenidos a un nuevo capítulo de mi historia, "La Última Sanadora"!
Soy Persephone, y hoy tengo el placer de presentarles el capítulo sesenta y seis que se enfoca en Teodora, sus aventuras y su evolución para convertirse en la más destacada curandera de los últimos tiempos.
¡Acompáñenme en este emocionante capítulo!
🌸 Resumen del anterior capítulo: “El Sendero de la Unidad”
El grupo avanza por un sendero de niebla que los conduce a un claro con un altar antiguo y agrietado, cargado de una energía contradictoria. Al tocarlo, Teodora activa unas voces que les revelan que solo unidos podrán sanar lo roto. Comprenden que no es una prueba de combate, sino de unidad.
Atenea ofrece su mano a Manco, quien finalmente la acepta, seguido de Khubilai y luego Teodora. Lucasta se une simbólicamente cerrando el círculo. El altar responde sellando sus grietas y desbordando luz, reflejando la fuerza que surge de su unión. La niebla retrocede y el camino se ilumina, marcando que han superado la prueba.
El grupo entiende que la fractura en ellos aún existe, pero ahora saben cómo mantenerla cerrada gracias a la confianza mutua. Se marchan del claro más cohesionados, con un pacto silencioso de caminar como uno solo, y con la certeza de que incluso en la oscuridad, la luz puede crecer.
🌸 Capítulo 66: “Sombras en el Espejo Roto”
El sendero iluminado que los había guiado tras la prueba de unidad pronto se desvaneció en una penumbra irregular. No era la niebla de antes, sino una oscuridad que se movía como un agua espesa, plegándose en formas que parecían observarlos desde lejos. Cada paso retumbaba demasiado, como si el suelo quisiera amplificar su presencia para alguien que esperaba.
Lucasta tensó las alas, su cuerpo reflejaba destellos pálidos, pero en su pecho vibraba un gruñido bajo. Manco Cápac, con la lanza al hombro, miraba hacia los costados con gesto endurecido. Atenea mantenía la calma, aunque la forma en que sostenía su escudo denotaba alerta. Khubilai caminaba al final, los lobos espectrales a su lado, inquietos, como si presintieran una amenaza invisible.
El camino desembocó en un valle extraño: montañas en ruinas lo rodeaban, y en el centro se alzaba un espejo colosal, quebrado en fragmentos flotantes que se sostenían en el aire, reflejando imágenes imposibles. Teodora se detuvo al ver que uno de los fragmentos mostraba a Lucasta en una forma diferente, más grande, con las alas manchadas de oscuridad. Otro reflejaba a Manco, arrodillado con la lanza rota, mientras una sombra lo coronaba como si fuera un rey caído.
—No lo miren demasiado —dijo Atenea con severidad, apartando su vista—. Este lugar… quiere hurgar en lo que ocultamos.
Pero Manco no apartó los ojos. Su mandíbula temblaba. El reflejo lo mostraba derrotado, sometido, un destino que había jurado evitar desde el inicio de su viaje.
—Esto es una trampa —gruñó Khubilai—. No deberíamos acercarnos.

Teodora, sin embargo, sintió que el espejo los llamaba. La vibración era similar a la del altar, pero más agresiva, como si no quisiera probarlos sino romperlos.
Antes de que pudiera advertirlo, un estruendo sacudió el valle. Los fragmentos del espejo descendieron como cuchillas, clavándose en la tierra y levantando polvo. De entre las grietas surgieron figuras: copias de ellos mismos, pero distorsionadas, con ojos vacíos y gestos crueles.
—Otra vez reflejos… —murmuró Teodora, retrocediendo.
—No —la interrumpió Atenea, tensando la lanza—. Son más que copias. Sienten.
Las réplicas avanzaron. El reflejo de Manco lanzó un grito desgarrador, la lanza oscura en su mano brillando con furia. El de Khubilai comandaba lobos más grandes y feroces, hechos de ceniza. La Atenea falsa tenía el escudo quebrado, pero sus ojos ardían como brasas vengativas. Y la copia de Teodora caminaba con serenidad gélida, sosteniendo un báculo que desprendía una luz oscura que absorbía, en lugar de sanar.
El choque fue inevitable.
Manco embistió contra su doble, lanzando un rugido tan feroz que hasta sus compañeros dudaron si luchaba contra él o contra sí mismo. Cada golpe de la lanza real contra la oscura hacía temblar el aire, como si dos tempestades se enfrentaran.
Khubilai luchaba con desesperación, los lobos espectrales siendo despedazados por las versiones cenicientas que se regeneraban con cada mordida. Maldijo en voz baja, sabiendo que, aunque los suyos caían, los del enemigo no.
Atenea se trabó en combate con su reflejo, escudo contra escudo, lanza contra lanza. Pero mientras ella luchaba por proteger, su réplica atacaba con una violencia que no dudaba en sacrificar todo. El choque de ambas fue tan intenso que los fragmentos suspendidos en el aire comenzaron a vibrar.
Teodora retrocedió, intentando invocar la luz dorada que había heredado de su doble, pero el reflejo suyo fue directo hacia ella.
—Siempre quisiste salvarlos —susurró con voz idéntica a la suya, pero impregnada de crueldad—. Pero cada vida que tocas se mancha. La oscuridad los seguirá por ti.
Teodora tembló. El báculo de la réplica absorbía sus intentos de curación, y cada vez que intentaba alzar luz, se la devolvía convertida en dolor.
Lucasta rugió y se interpuso, atacando a la réplica oscura, pero esta se transformó, alargando alas negras que envolvieron al dragón en cadenas de sombra. El chillido de Lucasta estremeció al grupo, y Teodora gritó, corriendo hacia él.
Fue entonces cuando ocurrió lo peor.
En medio de la lucha, Manco fue derribado por su doble. La lanza oscura atravesó el suelo a un suspiro de su garganta. La réplica lo miró con una mueca triunfal y, por un instante, Manco vaciló, como si quisiera rendirse a la imagen que lo humillaba.
Atenea lo vio y soltó un grito. Arrojó su escudo contra la réplica de Manco, desviando el golpe. Pero ese gesto abrió una brecha: la copia de Atenea aprovechó para herirla en el hombro con un tajo profundo.
La sangre manchó el suelo.
El grupo quedó paralizado un segundo demasiado largo.
—¡Atenea! —clamó Teodora, corriendo hacia ella.
Pero su réplica interceptó el camino, con los ojos fríos.

—Solo sanarás lo que aceptes —le dijo con voz baja—. Y no aceptas la verdad de tu debilidad.
La desesperación se apoderó de todos. Khubilai gritó a sus lobos, pero cada vez quedaban menos. Lucasta se revolvía en las cadenas, desgarrándolas con esfuerzo. Atenea sangraba, intentando no soltar la lanza. Manco golpeaba contra su doble con rabia, pero cada embestida lo debilitaba más.
Y Teodora… Teodora sintió que debía decidir.
La réplica frente a ella alzó el báculo y formó un círculo de oscuridad que amenazaba con engullir a todos. Y en ese instante, el miedo de Teodora se transformó en otra cosa: coraje.
—No eres yo —dijo, avanzando hacia su copia. Su voz temblaba, pero la luz que emergió de su pecho no.
La réplica sonrió, pero su sonrisa se quebró cuando Teodora extendió ambas manos, no para atacar, sino para abrazar. Rodeó a su reflejo en un gesto inesperado. Y lo que era oscuridad se estremeció, dudó, perdió forma.
El círculo de sombras se deshizo con un estallido.
Lucasta liberó sus alas con un rugido atronador. Khubilai lanzó su último grito y sus lobos, aunque heridos, derribaron a las copias cenicientas. Manco aprovechó la distracción y, con un movimiento final, atravesó a su réplica. Atenea, sangrando, hundió su lanza en el pecho de la suya.
Los reflejos se desmoronaron como cristal hecho polvo.
El espejo quebrado vibró con violencia, y luego estalló en mil fragmentos que se fundieron en el aire, dejando solo el eco de las respiraciones agitadas del grupo.
El silencio cayó.
Teodora ayudó a Atenea a incorporarse, curando su herida con manos temblorosas. La luz dorada cerró el tajo, aunque Atenea la sostuvo de la muñeca, mirándola a los ojos.
—Lo que hiciste… —susurró, con voz grave—. No fue un poder. Fue decisión.
Manco guardó silencio, pero por primera vez bajó la lanza, como si aceptara que incluso él podía tambalear. Khubilai acarició a uno de sus lobos supervivientes, que jadeaba exhausto. Lucasta, aunque herido, envolvió a Teodora con un ala protectora, como si jurara no volver a dejarla sola frente a sus sombras.
El valle quedó atrás, pero no sin cicatrices. Habían ganado… aunque el costo fue más profundo que una herida física.
Y mientras se alejaban, Teodora sintió que el espejo no había mostrado solo enemigos, sino advertencias: la verdadera fractura aún vivía dentro de cada uno de ellos.
¡Hasta aquí llegamos con éste capítulo de esta Historia de Aventuras!
Espero que les haya entretenido y esperen con ansias el próximo capítulo la semana que viene.
Muchas gracias por su tiempo y apoyo,
Los estaré viendo cada semana con un capítulo nuevo.
🌸Persephone
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