
🌸 Muy buenas tardes, ¡bienvenidos a un nuevo capítulo de mi historia, "La Última Sanadora"!
Soy Persephone, y hoy tengo el placer de presentarles el capítulo sesenta y cinco que se enfoca en Teodora, sus aventuras y su evolución para convertirse en la más destacada curandera de los últimos tiempos.
¡Acompáñenme en este emocionante capítulo!
🌸 Resumen del anterior capítulo: “El Eco de las Fracturas”
El grupo enfrenta las secuelas de la prueba en la torre. La lanza plateada, símbolo de advertencia y de la herida que aún los divide, genera tensiones, especialmente en Manco Cápac, cuya rabia lo separa del resto. Atenea insiste en que su mayor peligro no es externo, sino interno: la falta de unidad.
Al salir, la niebla se transforma en un nuevo desafío: sombras que encarnan sus propios reflejos oscuros. Cada uno debe luchar contra una versión distorsionada de sí mismo: Atenea contra su fuerza quebrada, Khubilai contra la carga de sus cadenas, Teodora contra el miedo a fallar, y Manco contra su ira desbordada.
La clave no está en derrotar con violencia, sino en aceptar esas partes rotas. Teodora lo logra al reconocer que sus dudas no la hacen débil, Atenea y Khubilai también aceptan sus sombras, y finalmente Manco renuncia a su furia para liberarse.
Al superar la prueba, las sombras desaparecen y la niebla se abre, mostrando un camino nuevo. Por primera vez, los héroes avanzan unidos, conscientes de que han empezado a cerrar la fractura que amenazaba con separarlos.
🌸 Capítulo 65: “El Sendero de la Unidad”
El sendero abierto por la niebla parecía tejido con hilos de luz y sombra, un pasillo vivo que palpitaba bajo sus pies. Cada paso era acompañado por el susurro de voces antiguas, como si las mismas piedras quisieran recordarles que lo que habían logrado no era definitivo, sino apenas el comienzo de algo mayor.
Teodora sentía todavía en su pecho el resplandor dorado absorbido de su doble. No era solo fuerza: era memoria, aceptación. Pero con ello también pesaba la certeza de que cada victoria traía consigo una deuda. Mientras caminaba, mantenía la mano sobre el cuello de Lucasta, buscando en su calor un ancla contra la inquietud que la rodeaba.
Manco Cápac marchaba unos pasos adelante, con la lanza plateada al hombro. Su expresión había perdido parte de la dureza, aunque su silencio era tan denso como la propia bruma. Atenea, firme, se mantuvo a su lado, como un faro dispuesto a detenerlo si se dejaba arrastrar de nuevo por la furia. Khubilai cerraba la formación, sus lobos espectrales moviéndose con él, más sólidos ahora que las cadenas de su doble habían desaparecido.
El sendero se abrió en un claro imposible: un círculo perfecto rodeado de columnas caídas, como si un templo antiguo hubiese sido devorado por el tiempo. En el centro se alzaba un altar bajo, cubierto de grietas, del que emanaba una vibración tenue.
—Esto no es un lugar cualquiera —murmuró Atenea, posando la mano sobre una columna fracturada—. Aquí se decidió algo… y no fue en nuestro favor.
Teodora frunció el ceño. La energía del altar era contradictoria, mezcla de consuelo y desgarro. Avanzó hasta quedar frente a él y percibió una inscripción apenas visible, escrita en una lengua que no reconocía. Cuando sus dedos rozaron la piedra, la superficie respondió con un destello.
Las voces regresaron, pero esta vez claras, como un coro de ancianos repitiendo una sentencia:
—Lo que fue roto, solo unidos podrá sanar.
Lucasta desplegó las alas y rugió bajo, inquieto. El aire se densificó, y las sombras de la niebla comenzaron a cerrarse en torno al claro, aunque no en forma de enemigos, sino como un muro expectante.
Khubilai apretó los puños.
—Otra prueba.
Atenea negó suavemente.
—No… no siento peligro. Esto es diferente.
Manco golpeó el suelo con la lanza, impaciente.
—Entonces, ¿qué esperan de nosotros?
Teodora lo entendió al instante. No era un combate, ni una réplica de sus miedos. Era un paso más: demostrar que lo aprendido en la torre y en la niebla podía sostenerse fuera de la batalla.

—Quiere que nos unamos —dijo, la voz temblorosa, pero firme—. Que aceptemos nuestra fractura y decidamos caminar como uno solo.
El altar respondió a sus palabras con un pulso de luz. Las grietas brillaron como ríos de fuego, pero la intensidad cayó pronto, como si esperara algo más.
Atenea extendió su mano hacia Manco.
—Empieza contigo.
Él la miró, los ojos oscuros como tormenta. Durante un instante pareció rechazarla, pero el recuerdo de su réplica y de cómo casi fue consumido por su ira lo detuvo. Inspiró profundamente y, con un gesto brusco, tomó la mano de Atenea.
Luego, sin que nadie lo pidiera, Khubilai se acercó y posó su mano sobre la de ambos.
—No somos cadenas sueltas —dijo con una leve sonrisa cansada—. Somos un mismo tejido.
Teodora los miró, sintiendo cómo su corazón martillaba. Dio un paso adelante y unió su mano a la de ellos, mientras Lucasta, con un movimiento solemne, rodeó el altar y apoyó una de sus garras, cerrando el círculo.
El altar estalló en luz. Una corriente cálida los atravesó, no como un poder extraño, sino como un eco de lo que ya existía en ellos: confianza, dolor compartido, esperanza. Las grietas de la piedra se sellaron poco a poco, hasta quedar lisas y resplandecientes.
La niebla alrededor retrocedió, como si aceptara su decisión. El sendero frente al claro volvió a abrirse, esta vez iluminado por destellos dorados.
El grupo soltó las manos, aunque ninguno rompió el silencio. Solo Teodora se atrevió a hablar, su voz suave pero segura:
—El guardián tenía razón. La fractura sigue… pero ahora sabemos cómo mantenerla cerrada.
Manco asintió levemente, y por primera vez en mucho tiempo, su mirada no cargaba rabia, sino un respeto silencioso. Atenea observó el sendero con determinación, Khubilai acarició a uno de sus lobos espectrales, y Lucasta avanzó, marcando el paso con el brillo de sus alas.
El claro quedó atrás, pero lo que habían sellado en él viajó con ellos. No solo una prueba superada, sino un pacto no dicho: a partir de ese momento, seguirán adelante no como individuos quebrados, sino como un grupo que había empezado a comprender lo que significaba ser verdaderamente uno.
Y mientras el sendero los guiaba hacia lo desconocido, Teodora sintió que, nuevamente, la oscuridad ya no era un abismo, sino un espacio donde la luz podía crecer.
¡Hasta aquí llegamos con éste capítulo de esta Historia de Aventuras!
Espero que les haya entretenido y esperen con ansias el próximo capítulo la semana que viene.
Muchas gracias por su tiempo y apoyo,
Los estaré viendo cada semana con un capítulo nuevo.
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