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Las Aventuras del Conquistador
🌸 Muy buenas tardes a todos, ¡bienvenidos a un nuevo capítulo de esta fascinante historia!
Les habla Persephone, y hoy tengo el placer de presentarles el capítulo veintiséis de Las Aventuras del Conquistador. En esta entrega, nos centraremos en Alejandro Magno y en su evolución hacia una figura legendaria.
¡Prepárense para sumergirse en su épico viaje!
Resumen del capítulo anterior: “Rastros en la Oscuridad: La Búsqueda del Alma Olvidada”
El grupo emergió del portal dorado en el Bosque de las Sombras, un lugar donde antes habían luchado contra los seguidores de Isabela Bathory. La atmósfera estaba cargada de una inquietante calma, mientras buscaban pistas sobre el paradero de sus enemigos. Determinados a salvar a Sigfrido, quien seguía bajo el control de Isabela, comprendieron que liberarlo era clave para debilitar el poder de la oscuridad. Las huellas en el suelo los guiaron hacia un camino al norte, donde las sombras eran más densas. Fu Fei señaló que Sigfrido había estado allí, lo que reforzó su urgencia de trazar un plan estratégico para rescatarlo.
Mientras discutían sus opciones, Zenobia propuso una táctica que combinaba infiltración y distracción, aprovechando las habilidades de Deméter y el león guardián. La clave, según Fu Fei, estaba en mantener el equilibrio entre luz y sombra, enfrentando no solo a Isabela, sino también al miedo y la desesperanza que ella controlaba. Con la determinación renovada, el grupo se adentró en el bosque, conscientes del desafío que les esperaba. Sabían que la batalla por el alma de Sigfrido representaba también la lucha por la luz en un mundo amenazado por la oscuridad, y estaban dispuestos a enfrentarla juntos.
Capítulo 26: “El Precio de la Redención”
El silencio del bosque era engañoso, sus sombras parecían vibrar con una energía casi palpable. Cada paso del grupo resonaba como un eco lejano, perdido entre el crujir de las hojas y los susurros del viento. La sensación de estar vigilados era innegable, pero no había tiempo para detenerse o dudar. La misión era clara, aunque peligrosa: liberar a Sigfrido y debilitar a Isabela desde adentro.
Deméter lideraba el camino, sus ojos escudriñando cada sombra, mientras el león de Alejandro cerraba la retaguardia. Ambos guardianes comprendían la importancia del momento; no eran solo bestias mágicas, sino símbolos de la luz y la fuerza que el grupo debía proyectar. Carlomagno y Alejandro marchaban en silencio, sus miradas fijas en el sendero que se perdía en la oscuridad del bosque. Zenobia, por su parte, se mantenía alerta, su amuleto brillando tenuemente, como un faro en la penumbra.
—Nos estamos acercando —murmuró Fu Fei, su voz etérea apenas audible. Su forma translúcida flotaba entre los árboles, sus ojos fijos en el horizonte oculto tras la espesura—. La energía oscura se intensifica aquí.
Alejandro apretó el puño, su mente fija en el recuerdo de Sigfrido, un amigo convertido en enemigo contra su voluntad. Cada sombra era un recordatorio de lo que estaba en juego, de la fragilidad entre la luz y la oscuridad.
—No podemos fallar —dijo Carlomagno, su voz firme pero baja—. La fortaleza de Isabela está cerca, lo siento. Deméter también lo percibe.
El dragón dejó escapar un rugido contenido, una advertencia al bosque mismo. Las sombras parecían retroceder, aunque solo por un momento.
De repente, Zenobia se detuvo en seco. Su amuleto brilló con más fuerza, como si respondiera a un llamado invisible.
—Algo... —susurró, cerrando los ojos—. Hay algo aquí.
Antes de que pudiera terminar, las sombras alrededor del grupo comenzaron a moverse. Se retorcían y se alzaban del suelo, formando figuras humanoides. Eran los seguidores de Isabela, sombras vivientes, carentes de forma pero letales. Sus ojos brillaban con una luz roja maligna, y sus movimientos eran rápidos, casi imposibles de seguir.
—¡Prepárense! —gritó Carlomagno, desenvainando su espada.
El león rugió y se lanzó contra la primera sombra, desgarrándola con sus garras. Deméter desplegó sus alas y exhaló una llamarada dorada que iluminó el bosque, consumiendo varias sombras a la vez. Pero por cada sombra destruida, otra parecía surgir de la oscuridad.
Zenobia levantó su amuleto, canalizando su energía. Una barrera de luz surgió a su alrededor, protegiendo al grupo de un ataque sorpresa. Alejandro y Carlomagno luchaban codo a codo, sus armas cortando a través de la oscuridad con precisión mortal.
—¡No podemos detenernos! —gritó Alejandro—. ¡Sigamos avanzando!
Fu Fei se materializó a su lado, sus ojos brillando con determinación. —La fortaleza está cerca. Debemos romper esta barrera de sombras.
—¡Deméter, abre el camino! —ordenó Carlomagno.
El dragón rugió y desplegó sus alas, lanzándose hacia adelante. Con cada aleteo, las sombras se dispersaban, incapaces de resistir su fuerza. El grupo lo siguió, aprovechando el camino que se abría ante ellos.
Finalmente, llegaron a un claro en el bosque. En el centro, una antigua ruina se alzaba, cubierta de enredaderas y bañada en una luz oscura y opresiva. La entrada estaba custodiada por más sombras, pero había algo más. Una figura alta y musculosa se encontraba en medio del claro: Sigfrido.
Su armadura, ahora negra como la noche, brillaba con una luz siniestra. Sus ojos, que alguna vez habían sido cálidos y llenos de vida, ahora eran pozos vacíos de oscuridad.
—Sigfrido... —susurró Alejandro.
El guerrero levantó su espada, apuntando directamente al grupo. —No debieron venir —su voz era fría, distante, como si cada palabra fuera un eco de otra persona—. La oscuridad es inevitable.
—¡Sigfrido, lucha contra ella! —gritó Zenobia—. ¡Sabemos que aún estás ahí!
Pero Sigfrido no respondió. Se lanzó hacia ellos con una velocidad sobrehumana, su espada chocando contra la de Alejandro. La fuerza del impacto hizo que Alejandro retrocediera, pero no cedió.
—No te dejaremos aquí —dijo Alejandro, apretando los dientes—. Eres más fuerte que esto.
La batalla era feroz. Carlomagno se unió a Alejandro, sus golpes coordinados intentando desarmar a Sigfrido sin dañarlo. Mientras tanto, Zenobia y Fu Fei mantenían a raya a las sombras que intentaban acercarse.
—No podemos vencerlo así —dijo Zenobia, desesperada—. ¡Necesitamos liberar su mente!
Fu Fei asintió. —Debemos conectar con la parte de él que aún resiste. Zenobia, usa el amuleto.
Zenobia cerró los ojos y extendió su mano. El amuleto brilló con una intensidad cegadora, proyectando una luz que envolvió a Sigfrido. Por un momento, la oscuridad pareció titubear.
—¡Sigfrido! —gritó Carlomagno—. ¡Recuerda quién eres!
La luz comenzó a penetrar la oscuridad, revelando destellos de los ojos originales de Sigfrido. Pero la oscuridad no cedería tan fácilmente. Las sombras a su alrededor se intensificaron, intentando proteger su control sobre él.
—¡Más fuerte! —gritó Fu Fei—. ¡Todos juntos!
El grupo se unió, canalizando su energía a través de Zenobia y el amuleto. La luz creció, empujando la oscuridad hacia atrás. Finalmente, Sigfrido cayó de rodillas, su espada cayendo al suelo.
—Alejandro... Carlomagno... —susurró, su voz temblorosa—. Lo siento...
Pero no hubo tiempo para celebrar. Desde las sombras, una voz fría y cruel resonó.
—No han ganado nada.
De entre la penumbra, Isabela emergió como una figura de pesadilla. Su silueta parecía fusionarse con la oscuridad misma, envuelta en un manto negro que parecía absorber la luz. Sus ojos rojos brillaban con un odio insondable, y una sonrisa cruel se dibujaba en su rostro pálido. La energía oscura a su alrededor era tan densa que parecía oprimar el aire mismo.
—¿Creían que podían arrebatarme lo que es mío? —dijo, su voz como un susurro helado—. Sigfrido me pertenece. Al igual que este mundo.
Sigfrido, todavía de rodillas, respiraba con dificultad. La luz del amuleto había logrado rasgar parte de la oscuridad que lo envolvía, pero no lo suficiente. Su mirada, por un breve instante, se encontró con la de Alejandro y Carlomagno. En esos ojos, la sombra de la culpa era evidente, pero también había algo más profundo: una súplica silenciosa.
—Alejandro... Carlomagno... —susurró, su voz temblorosa—. Lo siento...
Alejandro avanzó un paso, sus ojos llenos de dolor. —Sigfrido, luchaste con nosotros. Aún puedes... —su voz se quebró.
—No hay más tiempo —susurró Sigfrido, su voz ahora firme. Sus ojos, aunque marcados por la oscuridad, destellaban con una última chispa de humanidad—. Protejan la luz... No dejen que la oscuridad gane...
Isabela levantó una mano, sus dedos extendidos como garras afiladas. La oscuridad a su alrededor se condensó, formando una lanza de sombras. Antes de que ninguno pudiera reaccionar, la lanzó directamente hacia Sigfrido. La lanza atravesó su pecho, la oscuridad envolviéndolo como un sudario. Su cuerpo se arqueó, y por un momento, el mundo pareció detenerse.
—¡No! —gritó Alejandro, lanzándose hacia adelante, pero era demasiado tarde.
Sigfrido cayó al suelo, sus ojos abiertos mirando hacia el cielo estrellado. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla, mezclándose con la sangre que manaba de su herida. Alejandro y Carlomagno cayeron de rodillas a su lado, el dolor en sus rostros reflejando la pérdida.
—Sigfrido... —murmuró Carlomagno, su voz quebrada.
Sigfrido esbozó una débil sonrisa. —No... lloren... —susurró, su voz apenas audible—. La... luz... siempre... prevalece...
Con un último suspiro, sus ojos se cerraron, y la luz que había estado luchando por liberarse se extinguió. La sombra que lo había consumido se disipó, dejando solo el cuerpo del guerrero caído, ahora libre.
Isabela observó la escena con indiferencia, su sonrisa cruel intacta. —Uno menos —dijo—. Y ustedes serán los siguientes.
Alejandro se levantó, su rostro transformado por la ira y el dolor. Su espada brillaba con una luz intensa, alimentada por su determinación. Carlomagno se puso de pie a su lado, su mirada fija en Isabela.
—No te saldrás con la tuya —dijo Carlomagno, su voz un gruñido de furia contenida—. Sigfrido no murió en vano.
Zenobia y Fu Fei se acercaron, sus rostros marcados por la tristeza pero también por una renovada determinación. Deméter y el león rugieron, sus ojos brillando con un fuego nuevo.
—Esta batalla aún no ha terminado —dijo Zenobia, su voz firme.
Isabela sonrió, la oscuridad a su alrededor creciendo. —Entonces, vengan —dijo—. Los estaré esperando.
Con un movimiento de su mano, se desvaneció en la sombra, dejando al grupo solo en el claro. La batalla había comenzado, pero la pérdida de Sigfrido pesaba sobre ellos como un recordatorio de lo que estaba en juego.
Alejandro apretó los puños, sus ojos llenos de lágrimas y rabia. —Lucharemos por él. Por todos los que cayeron. La luz prevalecerá.
Carlomagno asintió, su mirada fija en el horizonte. —Esta es nuestra última oportunidad. No fallaremos.
El grupo se reunió alrededor del cuerpo de Sigfrido, un silencio solemne cayó sobre ellos. Sabían que la verdadera batalla estaba por comenzar, y que el sacrificio de su amigo no sería en vano.
La oscuridad podía ser fuerte, pero la luz aún tenía esperanza. Y ellos eran esa esperanza.
¡Hasta aquí llegamos con este capítulo!
Espero que les haya gustado.
Muchas gracias,
Los estaré viendo cada semana con un capítulo nuevo de mi historia.
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