🌸 Muy buenas tardes, ¡bienvenidos a un nuevo capítulo de mi historia, "La Última Sanadora"!
Soy Persephone, y hoy tengo el placer de presentarles el capítulo cuarenta y siete que se enfoca en Teodora, sus aventuras y su evolución para convertirse en la más destacada curandera de los últimos tiempos.
¡Acompáñenme en este emocionante capítulo!
🌸 Resumen del anterior capítulo: “El Tejido de las Verdades”
En un sendero suspendido entre cristales flotantes y melodías celestiales, Teodora y sus compañeros avanzan en silencio tras atravesar el Laberinto del Tiempo Ausente. El grupo, cargado de pensamientos profundos, alcanza un espacio más allá del entendimiento físico: una sala sin límites donde hilos de luz vibran con emociones puras. En el centro, una figura encapuchada —la Tejedora— los recibe desde un trono hecho de tiempo detenido. La Tejedora no impone destinos, pero revela sus nudos ocultos. Al interactuar con los hilos, evoca memorias y posibilidades aún no escritas, despertando en Manco Cápac la duda sobre el pasado perdido y en Teodora, un eco profundo ligado a su origen.
Cuando Lucasta irradia una luz antigua desde su pecho, la Tejedora reconoce en Teodora una chispa largamente olvidada: una Solar, hija del equilibrio, nacida entre lo humano y lo divino. Al retirar su capucha, revela un rostro que Teodora intuye como propio, no por lazos de sangre, sino por una promesa ancestral. Esta mujer, una de las primeras guardianas del Telar, confiesa haber sido quien protegió a Teodora al nacer, aunque no logró evitar que la arrancaran de su destino. Al tocarla, los hilos del Telar reconocen a Teodora como su nueva heredera. La Tejedora entrega el poder, el trono desaparece, y por primera vez, Teodora ya no se siente perdida. Su historia, por fin, comienza a ser suya.
🌸 Capítulo 47: “El Silencio entre Hilos”
La cámara donde se refugiaba Teodora no pertenecía a ninguna arquitectura terrenal. Era un espacio tejido por la voluntad del Telar, una habitación suspendida en el mismo plano donde los hilos del destino se enredaban y soltaban con cada respiración del universo. Las paredes no eran sólidas, sino compuestas por hilos translúcidos que vibraban al ritmo de sus pensamientos. No había cama ni mesa, solo una plataforma flotante y la luz perpetua del Telar palpitando desde el centro como un corazón antiguo que no sabía dejar de latir.
Después de que la Tejedora desapareciera, y los hilos se inclinaran ante ella como súbditos ante una reina inesperada, Teodora no dijo nada. No lloró. No gritó. No celebró. Caminó en silencio hasta esta cámara nacida del mismo tejido cósmico, y se encerró sin palabra alguna.
El primer día, Manco Cápac se acercó a la entrada, que no tenía puerta, sino una cortina de hilos vibrantes que se entrelazaban al sentir presencia ajena. Se detuvo frente a ella, con una bandeja de comida en las manos: frutos calientes del bosque más cercano, un poco de pan, agua pura de las raíces de un árbol centenario.
—Sé que no es fácil —susurró—. Yo también he llevado coronas que no pedí. Pero el mundo… el mundo no se detiene por nuestro dolor. Aquí estaré, si quieres hablar.
Dejó la bandeja en el umbral. Los hilos no se abrieron.
El segundo día, fue Khubilai Kan. No traía comida, sino un libro que había encontrado en los pasillos flotantes de aquella dimensión ilusoria. Las páginas hablaban de antiguos hilos rotos, de destinos cruzados entre los hijos del cielo y los guardianes de la tierra. Lo colocó con cuidado junto a la bandeja anterior, todavía intacta.
—A veces no necesitamos entender todo de inmediato —dijo en voz baja—. Solo respirar. Solo estar. Recuerda que no estás sola.
Los hilos vibraron suavemente, pero no se apartaron.
El tercer día, Atenea fue la que se presentó. Con su andar firme y su mirada clara, se detuvo frente al umbral y dejó una pequeña esfera de cristal en el suelo. Dentro, una figura en miniatura de Lucasta giraba lentamente sobre una base de luz. Era un recuerdo, una promesa, un gesto de comprensión.
—Ninguna responsabilidad sagrada viene sin heridas —dijo—. Pero cada herida también puede transformarse en símbolo. Tómate tu tiempo. Nosotros esperaremos.
Ese día, los hilos se separaron apenas un centímetro. Luego, se cerraron otra vez.
Dentro, Teodora escuchaba cada palabra como si viniera desde el fondo de un río. Su cuerpo no dolía, pero su alma estaba exhausta. El Telar, ahora latente en su interior, vibraba con voces que no hablaban con palabras: eran intuiciones, fragmentos de emociones que no eran suyas, posibilidades de futuros que nunca llegarían a ser. Cada vez que cerraba los ojos, veía los hilos moverse, multiplicarse, unirse y romperse. Una danza infinita de elecciones, errores y redención.
“Nieta de la luz”, había dicho la Tejedora. “Hija del equilibrio.”
¿Qué significaban esas palabras cuando no había una madre que le hubiera enseñado a ser hija? ¿Qué equilibrio podía sostener si aún no comprendía el suyo propio?
La segunda noche, Teodora gritó. No de dolor, sino de sobrecarga. El Telar no respondía con palabras, solo con más hilos. Más destinos. Más decisiones que pesaban como galaxias.
Lucasta, desde el exterior, lanzó un trino sutil, como si intentara calmarla. Teodora, aún temblando, se sentó en el centro de la cámara y dejó que los hilos cayeran sobre su piel. No los apartó esta vez. Dejó que le hablaran.
En uno de ellos vio una escena que jamás vivió: su madre biológica cantando una nana bajo un árbol de luz. En otro, a la Tejedora arrullándola en secreto mientras los demás dioses discutían su existencia. En otro más, a ella misma, adulta, abrazando a una niña que aún no existía, prometiéndole que rompería el ciclo.
Los hilos le mostraban posibilidades, sí, pero también heridas heredadas. Por primera vez, entendió que el Telar no era un poder, sino una carga viva. No estaba allí para ordenar el universo, sino para recordar que todo estaba conectado, incluso el dolor que no era suyo.
El cuarto día, cuando Manco, Khubilai y Atenea se sentaron juntos a unos pasos del umbral, resignados a esperar una vez más, los hilos se abrieron lentamente. No del todo. Solo lo suficiente para dejar pasar una brisa cálida y un susurro:
—Gracias… por no forzar la puerta.
La voz era débil, pero firme. Lucasta apareció flotando sobre sus cabezas, emitiendo una luz suave.
Teodora no salió ese día, ni el siguiente. Pero al séptimo, cuando el ciclo de la luna ilusoria que alumbraba aquel plano completó su ronda, ella cruzó el umbral. Su cabello brillaba con la misma luz que los hilos. Sus ojos ya no buscaban respuestas: los contenían.
Se acercó al grupo, sin decir palabra. Atenea fue la primera en levantarse. Manco le entregó un pequeño brazalete tallado en piedra. Khubilai sonrió y colocó una mano sobre su hombro.
—¿Estás lista? —preguntó Atenea, sin urgencia.
Teodora miró sus propias manos. Los hilos no estaban allí, pero podía sentirlos, como un pulso bajo la piel. Asintió.
—No sé si estoy lista. Pero he aceptado que el Telar no me pide perfección… solo presencia. Y eso… eso sí puedo darlo.
El grupo se puso en marcha. Detrás, la cámara se deshizo en silencio. No se necesitaban más habitaciones para esconderse. Solo caminos para seguir tejiendo.
Y Teodora, por primera vez, tejía no por mandato, sino por elección.
¡Hasta aquí llegamos con éste capítulo de esta Historia de Aventuras!
Espero que les haya entretenido y esperen con ansias el próximo capítulo la semana que viene.
Muchas gracias por su tiempo y apoyo,
Los estaré viendo cada semana con un capítulo nuevo.
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